Antología Escritoras Americanas

CAPÍTULO II – Rosario Castellanos (Ciudad de México/México)


El Otro

¿Por qué decir nombres de dioses, astros,
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo, y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.

Destino

Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
—antes que lo devoren— (cómplice, fascinado)
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

Fábula y laberinto

La niña abrió una puerta y se perdió
en la Torre del Viento
y camino con frío y tuvo sed
y lloraba de miedo.
Torre del Viento donde un grito crece
interminablemente sin alcanzar el eco.

En esa Torre estaba la niña, en esa Torre
vieja como mi cuerpo, abandonada,
sola, en ruinas lo mismo que mi cuerpo.
En esa Torre búscala, persíguela,
rastrea la huella de su pie desnudo
y cl olor de jazmín entre su pelo
y sus manos fluyendo como dos breves ríos
y sus ojos dispersos.
Todo está aquí guardado,
todo está oculto y preso.
Llámala, quiebra el muro con tu voz,
con tu sangre reavívala si ha muerto.

Pues yo lamí su sombra hasta borrarla
con una abyecta, triste lengua de perro hambriento
y fui insultando al día con mi luto
y arrastré mis sollozos por el suelo.
Mírame despeinada en un rincón
cómo arrullo un juguete ceniciento:
doy el pecho a un fantasma pequeñito
mientras la araña teje su tela de humo espeso.
Mírame, abrí una puerta y me perdí
en la Torre del Viento.

Nacimiento

Estuvo aquí. Ninguno (y él menos que ninguno)
supo quién era, cómo, por qué, adónde.

Decía las palabras que los otros entienden
—las suyas no llegó a escucharlas nunca -;
se escondía en el lugar en que los otros buscan,
en su casa, en su cuerpo, en sus edades,
y sin embargo ausente siempre y mudo.

Como todos fue dueño de su vida
una hora o más y luego abrió las manos.

Entonces preguntaron: ¿era hermoso?
Ya nadie recordaba aquella superficie
que la luz disputó por alumbrar
y le fue arrebatada tantas veces.

Le inventaron acciones, intenciones. Y tuvo
una historia, un destino, un epitafio.

Y fue, por fin, un hombre.

Privilegio de la suicida

El que se mata mata al que lo amaba.
Detiene el tiempo —el tiempo que es de todos
y no era sólo suyo—
en un instante: aquel en que alzó el vaso
colmado de veneno;
en que segó la yugular; en que
hendió con largos gritos el vacío.
Ah, la memoria atónita, sin nada más que un
huésped;
la atención que regresa como un tábano
siempre hasta el mismo punto intraspasable
y la esperanza que amputó sus pies
para ya no tener que ir más allá.
Ay, el sobreviviente,
el que se pudre a plena luz, sepulcro
de par en par abierto,
paseante de hediondeces y gusanos,
presencia inerme ante los ojos fijos
del juez ¿y quién entonces
no osa empuñar la vara del castigo?
¡Condenación a vida!
(Mientras el otro, sin amarraduras,
alcanza la inocencia del agua, las esencias
simplísimas del aire
y, materia fundida en la materia
como el amante en brazos del amor,
se reconcilia con el universo.)

Dos poemas

1

Aquí vine a saberlo. Después de andar golpeándome
como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos
de agua que cae despedazada y rota
he venido a quedarme aquí ya sin lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas. Hablo
con mis primeros labios. Las palabras
ya no se disuelven corno hiel en la lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera
para arrojar en ella nuestros días
a que ardan como leños resecos u hojarasca.
Mientras escribo escucho
cómo crepita en mí la última chispa
de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara
que camina tanteando, pegada a la pared
y tiembla a la amenaza del aire más ligero.
Si muriera esta noche
sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante su madre
para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.
Nada me llevo. Tuve sólo un hueco
que no se colmó nunca. Tuve arena
resbalando en mis dedos. Tuve un gesto
crispado y tenso. Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra, las pezuñas
que la huellan, los belfos que la triscan,
los pájaros llamándose de una enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar, las gaviotas
con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también y que murieron
estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento.

2

En mi casa, colmena donde la única abeja
volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones
y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página
donde está escrito el nombre de mi duelo.
La soledad me pide, para saciarse, lágrimas
y me espera en el fondo de todos los espejos
y cierra con cuidado las ventanas
para que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga. Se levanta
como una espada a herirme, como soga
a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma
en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las bardas.
Estoy sola: rodeada de paredes
y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola en la hora de encender las lámparas,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados
y pregunta y pregunta hasta quedarse ronca
y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes habré dicho
que el hombre que camina por la calle es mi hermano,
que estoy en donde está
la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga, me condene
como a una isla inerte entre los mares.
Nadie mienta diciendo que no luché contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro
de mis huesos, he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.

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